Si el Jueves y el Viernes Santo contemplábamos y celebrábamos la entrega de Jesús por nosotros, la muerte por amor de nuestro redentor, y nos conmovía tanto amor y tanta entrega, hoy celebramos su triunfo definitivo, su RESURRECCIÓN.
La resurrección del Señor significa el triunfo de nuestro Salvador sobre la muerte y el pecado. Cristo cargando sobre sí los pecados del mundo ha vencido la muerte y ha destruido definitivamente el pecado. Nosotros ya no estamos condenados para siempre, sino que en Él y por Él hemos sido salvados.
Este
gran anuncio que la liturgia nos hacía en la noche del Sábado Santo, en la
vigilia pascual, es y debe ser para nosotros, la razón auténtica de nuestra
alegría.
La
celebración de la Pascua de Resurrección deja traslucir por todos los poros la
alegría del triunfo: lo que se podría considerar un fracaso se ha tornado
triunfo, lo que se creía poder de la muerte se ha convertido en victoria de la
vida. La muerte de Cristo muestra su plena fecundidad en la resurrección.
Nos
alegramos por el triunfo de nuestro Redentor, pero nos alegramos también por
nuestro propio triunfo. En su resurrección hemos resucitado todos nosotros,
los que creemos en Él, su resurrección da sentido a toda nuestra vida de
discípulos y seguidores suyos, porque, como decía san Pablo: Si Cristo no
hubiera resucitado, seríamos los más desgraciados de todos, pues estaríamos
siguiendo a un muerto, pero no, Cristo ha resucitado y ya no muere más, la
muerte no tiene dominio sobre Él y con Él nosotros hemos resucitado también.
Si la
resurrección de Cristo es y supone la resurrección de todos sus seguidores,
quiere decir que nosotros como discípulos suyos hemos de vivir desde nuestra
nueva condición de muertos al pecado y resucitados a una vida nueva según Dios.
Así lo
expresa san Pablo en la Carta a los Colosenses: «Sepultados con Él en el
bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que
resucitó de entre los muertos (Col 2, 12). Así pues, si habéis resucitado con
Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de
Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis
muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo,
vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él». (Col 3,
1-5)
La
resurrección de Cristo debe impulsarnos a nosotros a vivir desde nuestra
condición de Hijos de Dios. Hemos resucitado con Él a una vida nueva, de
acuerdo con lo que Dios nos pide y que exige nuestra condición de resucitados
del pecado y de la muerte para vivir como resucitados a la vida de la gracia.
Conscientes
del hecho más importante de la vida de Cristo, que es su resurrección, se nos
pide comprometernos a ser verdaderos discípulos suyos, que encarnamos en nuestra
vida los c r i t e r i o s y valores de Cristo, el estilo de vida que Él vivió
y pide para sus seguidores.
Es
Cristo resucitado el que envía a los apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he
aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».(Mt 28,
19- 20).
Este
mismo encargo nos hace a todos y cada uno de nosotros. Nuestra fe no es algo
que tengamos que vivir a escondidas y, como dijo Benedicto XVI, guardárnosla
para nosotros solos, hemos de comunicarla, o como decía san Juan Pablo II:
«Hemos de llevar a Cristo y su mensaje al corazón del mundo».
Con Cristo resucitado que está siempre con nosotros,
hemos de decir al mundo y al hombre actual, como los apóstoles a los judíos: A
aquel a quien vosotros no conocéis porque lo habéis desechado de vuestras
vidas, Dios lo ha resucitado y está presente entre vosotros, se interesa por
vuestras cosas y os ama.
+ Gerardo
Obispo de Ciudad Real
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