Mi amistad con Antonio viene de lejos…. Es una amistad nacida y entrelazada en nuestra común vocación sacerdotal y misionera.
Comienza en el seminario menor de Hellín (Albacete): él ingresó al seminario en 1950 donde lo encuentro dos años después. Entre Hellín y el seminario de Albacete cursa estudios de humanidades y filosofía hasta 1958. En este mismo año, respondiendo a la llamada a la misión, se traslada al seminario Nacional de Misiones Extranjeras de Burgos para cursar los estudios teológicos y prepararse para ser enviado a la misión como sacerdote diocesano, de Albacete. Allí volvemos a encontrarnos, esta vez con otro albaceteño, Angel Floro de Ayna.
Se ordena sacerdote el 14 de julio de 1963 y es destinado a la misión del Chamí, diócesis de Pereira ( Colombia), donde nos volveremos a encontrar dos años después y nos tocará trabajar en el mismo grupo por varios años hasta que la Dirección general del IEME lo llamará para formador del seminario de misiones, primero en Burgos y luego en Madrid. Él y Guillermo Múgica son los dos formadores que acompañarán al primer grupo de seminaristas que se traslada a Madrid a estudiar la teología viviendo en una especie de “chalet” en el barrio de Peñagrande.
Terminado su servicio en el seminario, con el mismo Guillermo, es enviado a Perú abriendo una nueva misión en el desierto del sur, en Ica. A ella se suman otros compañeros venidos de Colombia y -poco después, escalonadamente- un grupo de seis jóvenes, unos ordenados, otros sin ordenar más el que fuera su rector, Alberto Ariz.
Hace pocos días pude visitar alguno de esos pueblos en los que estuvo Antonio (Santiago, Ocucaje…). Su recuerdo permanecía en la memoria y el corazón de aquellas personas que se alegraron de volver a saber de él y le enviaban sus saludos. También Antonio, en su gravedad, se alegró y quiso ver las fotografías que traía.
Y desde Perú, entrado en años, llamada a formar parte del equipo que el IEME había abierto, tres años antes, en la Nicaragua revolucionaria, en Jalapa (Nueva Segovia), en la misma frontera con Honduras y lugar de frecuentes choques armados. Esta vez me tocó salir al aeropuerto a recibirlo: había llegado yo unos meses antes y me fui con El P. Eliseo y Cirilo Terrón a quien iba a sustituir Antonio.
¡Qué años tan felices! Y ahora me pregunto: ¿hubo algún año en toda esta trayectoria que no lo fuera? No, todos han sido muy, pero que muy felices.
Transcurrieron tres años plenos de vida en el diario compartir con aquellos cristianos que, unidos en comunidad, alimentábamos la fe, los trabajos, las dificultades y peligros, las esperanzas y alegrías, los nacimientos y los muertos de la guerra con la Palabra de Dios y las celebraciones sentidas, sin prisas, de la Eucaristía.
Un nuevo reto se le presentará a Antonio en la madurez de su vida, al que responde con la misma generosidad de siempre. Cuba empieza abrirse y el IEME ve una oportunidad para la evangelización: como había hecho en el caso de Nicaragua, pide voluntarios a los grupos. Antonio vuelve a ofrecerse junto a otros, también dispuestos a iniciar esa tarea. Comienzan la siembra y van surgiendo personas y comunidades, cimientos de una Iglesia misionera. Los sacerdotes son muy escasos, dos o tres en algunas diócesis. Cada cristiano se siente enviado a continuar la misión de Jesús: “Id y anunciad que el Reino de Dios está cerca”. El misionero acompaña, anima y juntos crecen en la escucha de la Palabra, el anuncio y el encuentro eucarístico. La vida y la fe se entrelazan y producen frutos. Se va construyendo una vida más humana, más fraterna. (¡Misterios de Dios! Orestes, uno de aquellos animadores cristianos, emigrado a España, acompañará a Antonio y lo cuidará en su enfermedad).
Su último servicio en el IEME sería encargarse del cuidado de los misioneros enfermos y mayores, en la casa que el IEME tiene en Madrid para estos menesteres. Lo realiza con la misma disponibilidad y dedicación, acompañando a los hospitales y atendiendo a las diversas necesidades de estos hermanos. Sintiendo el agotamiento de la enfermedad, vuelve a la casa paterna; sentía un cariño especial por ella y, en otros tiempos, había dedicado parte de sus vacaciones para acondicionarla, trabajando con sus propias manos (como lo hacía también en la misión: constructor, electricista y mecánico, fotógrafo y revelador de sus propias fotos,…)
Aquí ha ido ofreciendo su vida. Supo que su final estaba próximo y se ofreció al Padre con la misma disponibilidad y entrega que en sus 51 años de actividad misionera. ¡Qué paz! Sabía de quién se había fiado. Iba a la casa del Padre. Allí nos encontramos.
CONSTANTES EN LA VIDA DE ANTONIO:
- Pasión y disponibilidad para el servicio.
- Pasión por la Misión de la Iglesia al servicio del Reino
- Disponibilidad a la voluntad de Dios, leída en el día a día de la vida.
- Clara opción por los pobres, pobres.
- Quiso mucho y se dejó querer, por eso sigue siendo amado y recordado por quienes lo conocieron.
Por Joaquín Martínez Córcoles
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